Por Ricardo Rocha
Como todos los domingos, aquel 26 de marzo de 2006 los agentes llegaron a extorsionar al tianguis del pueblo de Santiago Mexquititlán, en Querétaro. Eran seis, armados y con alzadas de 1.80 pa’rriba. Con el pretexto de que ahí se comerciaba mercancía pirata amenazaban, destrozaban y exigían cuotas. Así que ante el abuso intolerable, los puesteros cercaron a los agresores para exigirles una indemnización inmediata. El episodio fuenteovejunesco llamó la atención de los medios y fue nota al día siguiente en los diarios y noticieros queretanos.
Pero los agentes ridiculizados se la guardaron al pueblo. De las fotos de los diarios escogieron a tres mujeres que atestiguaron el borlote: una de ellas, Jacinta Francisco Marcial, mexicana indígena otomí de 42 años, vendedora de aguas frescas, quien, con engaños, fue sacada de su casa y metida directamente a la cárcel.
En un juicio tan apresurado como infame, Jacinta y sus compañeras Alberta Alcántara Juan y Teresa González Cornelio fueron sentenciadas a 21 años de prisión acusadas de haber secuestrado a seis agentes de la AFI. Una acusación tan indignante que generó una ola de activismo inusitado en medios y organizaciones de derechos humanos que llevaron a Amnistía Internacional a considerar a Jacinta como presa de conciencia.
Pero eran los tiempos del gobernador panista Francisco Garrido, quien no movió un dedo y menos aún para pelearse con el también panista Gobierno federal encabezado por Vicente Fox. Así que la injusticia se consumó de manera aberrante, con fabricación de pruebas incluidas. He de reconocer que no fue sino a la llegada de José Calzada al Gobierno de Querétaro –quien la visitó en prisión– que el caso de Jacinta comenzó a enderezarse. Otras visitas como la del senador Manlio Fabio Beltrones también contribuyeron a visibilizar el caso.
Jacinta soportó tres años de prisión injusta, apartada de su familia y de sus soles de plaza los domingos. Fui testigo en varias ocasiones de aquel llanto rabioso e impotente tras las rejas. Fue gracias a la defensa inteligente y decidida del Centro Pro de Derechos Humanos, que Jacinta al fin alcanzó la libertad. Apenas el año pasado, el Tribunal Administrativo falló a su favor para que la Procuraduría General de la República procediera a la reparación del daño y ofreciera una disculpa pública a Jacinta. Pero la PGR apeló con el ofensivo argumento de que abriría la puerta a más de 8 mil 500 mexicanos indígenas presos y que no saben por qué están en prisión, ya que los juzgaron y sentenciaron en una lengua que no entienden como ocurrió con Jacinta, que apenas y aprendió español en la cárcel.
La diferencia ahora es que la sentencia de un Tribunal Colegiado es inatacable. Así que cabe esperar que la PGR –encabezada por doña Arely Gómez– tenga la suficiente sensibilidad para acatar al fin el fallo en favor de esta admirable mujer indígena ñhañhú y reparar el daño al tiempo que le ofrezca una gran disculpa pública.
Aunque tiene razón Jacinta: nada podrá devolverle los tres años que el archidevaluado sistema de justicia de este país le arrebató. Falta también castigar a los culpables de la trama inhumana que la encarceló. Sin embargo, esta lección de dignidad podría ser un precedente para evitar estos casos de injusticias vergonzantes. Por eso hoy más que nunca: todos somos Jacinta.
Como todos los domingos, aquel 26 de marzo de 2006 los agentes llegaron a extorsionar al tianguis del pueblo de Santiago Mexquititlán, en Querétaro. Eran seis, armados y con alzadas de 1.80 pa’rriba. Con el pretexto de que ahí se comerciaba mercancía pirata amenazaban, destrozaban y exigían cuotas. Así que ante el abuso intolerable, los puesteros cercaron a los agresores para exigirles una indemnización inmediata. El episodio fuenteovejunesco llamó la atención de los medios y fue nota al día siguiente en los diarios y noticieros queretanos.
Pero los agentes ridiculizados se la guardaron al pueblo. De las fotos de los diarios escogieron a tres mujeres que atestiguaron el borlote: una de ellas, Jacinta Francisco Marcial, mexicana indígena otomí de 42 años, vendedora de aguas frescas, quien, con engaños, fue sacada de su casa y metida directamente a la cárcel.
En un juicio tan apresurado como infame, Jacinta y sus compañeras Alberta Alcántara Juan y Teresa González Cornelio fueron sentenciadas a 21 años de prisión acusadas de haber secuestrado a seis agentes de la AFI. Una acusación tan indignante que generó una ola de activismo inusitado en medios y organizaciones de derechos humanos que llevaron a Amnistía Internacional a considerar a Jacinta como presa de conciencia.
Pero eran los tiempos del gobernador panista Francisco Garrido, quien no movió un dedo y menos aún para pelearse con el también panista Gobierno federal encabezado por Vicente Fox. Así que la injusticia se consumó de manera aberrante, con fabricación de pruebas incluidas. He de reconocer que no fue sino a la llegada de José Calzada al Gobierno de Querétaro –quien la visitó en prisión– que el caso de Jacinta comenzó a enderezarse. Otras visitas como la del senador Manlio Fabio Beltrones también contribuyeron a visibilizar el caso.
Jacinta soportó tres años de prisión injusta, apartada de su familia y de sus soles de plaza los domingos. Fui testigo en varias ocasiones de aquel llanto rabioso e impotente tras las rejas. Fue gracias a la defensa inteligente y decidida del Centro Pro de Derechos Humanos, que Jacinta al fin alcanzó la libertad. Apenas el año pasado, el Tribunal Administrativo falló a su favor para que la Procuraduría General de la República procediera a la reparación del daño y ofreciera una disculpa pública a Jacinta. Pero la PGR apeló con el ofensivo argumento de que abriría la puerta a más de 8 mil 500 mexicanos indígenas presos y que no saben por qué están en prisión, ya que los juzgaron y sentenciaron en una lengua que no entienden como ocurrió con Jacinta, que apenas y aprendió español en la cárcel.
La diferencia ahora es que la sentencia de un Tribunal Colegiado es inatacable. Así que cabe esperar que la PGR –encabezada por doña Arely Gómez– tenga la suficiente sensibilidad para acatar al fin el fallo en favor de esta admirable mujer indígena ñhañhú y reparar el daño al tiempo que le ofrezca una gran disculpa pública.
Aunque tiene razón Jacinta: nada podrá devolverle los tres años que el archidevaluado sistema de justicia de este país le arrebató. Falta también castigar a los culpables de la trama inhumana que la encarceló. Sin embargo, esta lección de dignidad podría ser un precedente para evitar estos casos de injusticias vergonzantes. Por eso hoy más que nunca: todos somos Jacinta.
El Universal
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