Por Ricardo Rocha
Ese es un primer dilema que tendrá que resolver, a partir de una campaña que inicia en el paleolítico y que él querría en un presente cibernético. Pero hay muchos más desafíos: ¿cómo convencer a los viejos dinosaurios de que a pesar de no pertenecer a su especie será el nuevo guía de la manada? ¿Cómo convencerse a sí mismo de que puede ganar esta elección, a pesar de no haber ganado ninguna en toda su vida? ¿Cuánto tiempo para demostrar que puede ser un candidato competitivo y triunfador? ¿En qué momento podría pasar de eficiente secretario a líder de un país?
Por ahora, debe estar dentro de una película en la que fue puesto por Enrique Peña Nieto y donde los eventos se suceden a velocidad de vértigo. Apenas ungido por el Presidente y con un pie fuera de Los Pinos, comenzó una enfebrecida campaña para regresar y poner los dos adentro.
El problema es que, como candidato del otrora invencible, José Antonio Meade arranca desde un lejano tercer lugar en las encuestas sobre un partido que odian más de la mitad de los mexicanos. Es cierto que él no es priista y que tal vez por eso lo eligió Peña Nieto: una impresionante trayectoria por cinco secretarías en gobiernos de PAN y PRI; un meritorio trabajo de apagafuegos de una crisis económica que en 2016-2017 amenazó con incendiar al país; pero sobre todo una imagen de honestidad que lo saca de la larga lista de gobernantes priistas y corruptos.
No será suficiente. Meade tendrá en Andrés Manuel López Obrador, seguro candidato de Morena, un adversario formidable que se juega su última carta: “al Palacio Nacional o a La Chingada”. Así que para muchos será un auténtico duelo de un neopriista –con todo el brutal apoyo del aparato del Estado– frente a un “populista” que ya estuvo a unos cuantos votos de ganar la elección presidencial. Sería una lucha total entre dos fuerzas absolutamente antagónicas que se detestan a muerte y polarizarían al país. Por eso, en algunos subsiste la esperanza de que en el llamado Frente Ciudadano por México surja un acuerdo que permita un proceso convincente hacia dentro y hacia afuera, para elegir a un tercer candidato realmente competitivo frente a los dos que ya están en la arena. Sin embargo, se ve difícil que los contendientes internos renuncien a sus ambiciosas mezquindades en favor de un proyecto de nación. En cambio, lo que advierto es una suerte de suicidio colectivo político en el que cada quien por su lado camina al despeñadero; es la crónica de una derrota anunciada, de la que nunca terminarán de arrepentirse.
En cualquier caso, José Antonio Meade librará sus principales batallas consigo mismo, si de verdad quiere ser Presidente de México: derivar de técnico a humanista; demostrar que siendo un funcionario de excelencia, puede ser también un político sensible; que si hasta ahora sólo ha hablado de números, también puede hablar de ideales, de sueños y de sentimientos; construir un discurso tan sólido como brillante y expresarlo con un lenguaje que convenza, pero que también seduzca a esos millones de mexicanos ajenos al voto duro de los partidos y que desean un país con igualdad de oportunidades para todos; con estado de derecho sobre la incertidumbre; sin violencia, ni corrupción, ni impunidad. Un México posible. Todavía.
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