miércoles, 2 de mayo de 2018

El plebiscito de 2018

Ciudad de México.- El proceso electoral en México se está perfilando hacia la realización de un plebiscito. Por la manera en que se está desarrollando la disputa presidencial, la elección terminará por decidir si se mantiene el actual estado de cosas o se da oportunidad de buscar otras políticas públicas.
La disputa por el voto popular se ha reducido a cuatro contendientes que pretenden conservar lo que el bipartidismo PRI-PAN ha construido desde los años noventa, si se toma cuenta a los dos llamados independientes que han formado parte de los dos partidos que se han alternado el poder.
El candidato del PRI, José Antonio Meade, es la síntesis de ese bipartidismo inaugurado en el gobierno de Ernesto Zedillo, cuando entregó la Procuraduría General de la República (PGR) al PAN.
Designó a Antonio Lozano Gracia; es decir, a Diego Fernández de Cevallos, quien de manera extraña puso freno a su campaña presidencial para el triunfo de Zedillo Pone de León.
Alto funcionario de los gobiernos del PRI y del PAN, Meade defiende tanto como el candidato del PAN, Ricardo Anaya Cortés, el modelo de lo que hoy es México, marcado por la pobreza, la violencia y su élite empresarial en la lista de los más ricos del mundo.
Entre Anaya y Meade sólo hay diferencias de matiz, como dejaron en claro en el primer debate presidencial cuando se enfrascaron para ver cuál de sus gobiernos y partidos era el más corrupto.
La disyuntiva es Andrés Manuel López Obrador. Pero, aunque quisiera, el candidato presidencial de Morena no puede hacer un cambio radical en México. En primer lugar, porque no es un revolucionario. Y más vale que quienes se asumen como sus feligreses así lo entiendan.
El mérito de López Obrador ha sido oponerse a las decisiones de gobierno que tanto han beneficiado a unos cuantos. Sus desafíos se reducen a la justicia social, a la pacificación del país y a defender lo que queda de recursos naturales del país. Contrario a lo que machacan Anaya y Meade, no busca un cambio de modelo. En las décadas recientes se ha creado una institucionalidad que cada vez más acota al presidencialismo.
Sólo un milagro le daría una mayoría calificada en el Congreso para revertir las reformas económicas y cualquier decisión arbitraria de su parte podría ser sometida al Poder Judicial, con el consecuente alto costo político.
Incluso la revisión de los contratos que ha anunciado en caso de ganar, como los del nuevo aeropuerto, como actos de autoridad, serían revisados en los tribunales.
La corrupción requiere mucho más que su voluntad. El Sistema Nacional Anticorrupción va más allá de lo que él quiera hacer. Ahí tampoco irá solo, pues en el SNA participan los otros dos poderes a través del Consejo de la Judicatura Federal (CJF) y la Auditoría Superior de la Federación (ASF).
La Fiscalía General de la República que sustituirá a la PGR está diseñada para que sea autónoma. Aunque quiera que dependa de él, como está en su propuesta de gobierno, la presión nacional e internacional es para que México tenga una fiscalía independiente.
Su margen de acción es reducido, aunque suficiente para promover políticas públicas de justicia social, que no se tendrían que reducir a regalar dinero; algo que por cierto ocurre en Europa y en el mismo Estados Unidos. Esas políticas, desde luego, pasarían por una verdadera reforma educativa que vaya más allá del castigo laboral, y por otras urgentes en materia de salud.
López Obrador podría también, como ha anunciado, dejar de aplicar la Ley de Seguridad Interior, como parte de un cambio de modelo que pondría fin a la guerra contra las drogas de Felipe Calderón y de Enrique Peña.
Esos son ejemplos de lo que está en juego en el plebiscito del 1 de julio. Pero las rancias élites políticas y económicas de México están dispuestas, otra vez, a interferir en el voto popular para mantener el gatopardismo del último cuarto de siglo: cambiar para que todo siga igual… o peor.

Proceso

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