Guerrero.- Es una madre de Ayotzinapa. Una con un hijo desaparecido… ¿Cómo se habla con una persona mutilada así? ¿Qué se le pregunta a una mujer que cada minuto implora en silencio para que su hijo esté vivo? ¿Qué se le dice a una madre que respira tan lentamente que parece que se desvanecerá en cualquier instante? ¿Qué quiere escuchar una madre cuya mirada está hecha añicos de tanto dolor? ¿Cómo se entrevista a una madre temblorosa, que apenas puede ponerse de pie, que a veces mueve los labios para intentar hablar, pero que no lo consigue?
Ahí está ella, la madre de Ayotzinapa sin hijo, en la normal rural donde el joven estudiaba, en el municipio de Tixtla, sentada junto a una fuente seca, alejada de los demás, con la mirada clavada en la nada, al igual que otros que aguardan. Dos de ellos, padre y madre, ponen una tercera silla entre ambos, como si su hijo pronto fuera a llegar. La silla queda vacía toda la mañana. ¿Qué hacen esos padres que apenas hablan y comen, que andan por ahí, taciturnos, errantes, exhaustos emocionalmente, casi difuminándose cuando se sientan a la sombra de árboles o techos?
Esperan que su fe, que su esperanza, se materialice en la súbita aparición de sus hijos. De cuando en cuando voltean hacia las aulas, como si fuera posible que de uno de esos salones fueran a salir sus hijos.
Ahí está ella, como ellos, divagante, la mujer humilde, de origen campesino. Vive en una zona rural de Morelos. Es viuda. Su marido murió hace tres años. Ella ha tratado de hacerse cargo de sus seis hijos. El más pequeño, de 21 años, decidió venir a Ayotzinapa para ser maestro. Para salir de pobre. Aunque la foto del joven aparece por todos lados impresa en mantas, junto a las de los otros 42 desaparecidos, la madre ruega que no lo identifiquemos, que no digamos quién es. Que tampoco señalemos en qué municipio morelense vive. Accede a la entrevista sin citar su nombre ante la cámara y de espalda a ésta. Está segura de que su hijo vive y no quiere que quienes pudieran tenerlo en su poder le hagan algo más.
Es un soliloquio de dolor el suyo. Una catarsis de tres dolores…
Uno. El dolor en sus entrañas: “Estos días me he enfermado. De los nervios. Ayer se me subió la presión. Me dolía todo mi pecho. Ahorita estoy con medicamento. Es para la presión. No puedo ni comer ni dormir. Pienso: “¿Mi hijo dónde estará? ¿Qué estará haciendo?”. No sé. Solo ellos saben cómo los tienen ahí. ¿Cómo lo he pasado estos días? Desesperada, triste, pensando qué es lo que estará haciendo, cómo estará (llora ya, un poquito). No sé. Solamente Dios sabe”.
Dos. Dolor de evocaciones: “A mi hijo siempre le ha gustado salir adelante y se vino aquí porque no tenemos recursos económicos. Esta normal es de campesinos, de gente pobre, por eso vino para acá. A él le gusta hacer muchos ejercicios. Le gusta correr. Cogía un costal con tierra y hacía ejercicios con sus manos. Él trabajaba en el campo con su papá, pero él se murió hace tres años. Yo tenía mucha ilusión de que fuera maestro. Y él también, pero ya viéndolo bien, ahorita cómo está de mal este camino, prefiero que ya no. No quiero dejarlo que esté aquí. Mejor me lo llevo para mi casa. Prefiero que se regrese al campo a trabajar. Allá, aunque solo se eche un taco con sal y chile molcajeteado, ahí estamos juntos y lo estoy mirando. Y aquí, a la buena de Dios, otros me lo agarran y le hacen feo”.
Tres. Dolor de rabia musitada: “Sin que sufra, que lo echen al mundo. Si fueran buena gente ya lo hubieran entregado. Yo no rezo. Oro. Simplemente hablo con Dios. Le digo que me lo cuide. Que Dios les toque sus corazones a los hombres malos. Que no le hagan nada, nada malo, porque ellos también vienen de una madre. Si ellos son así y se portan así, malos, solo Dios sabrá, pero le pido que les toque sus corazones, que no lo maltraten, que no le hagan feo, porque vienen de una madre, no de un animal para que le estén haciendo feo. Sí estoy enojada. No le sé decir groserías, porque gracias a Dios hay un Dios todopoderoso que va a hacer justicia. Si aquí no la hay, Dios sí va a hacer algo. Y ellos también van a sufrir lo que nosotros estamos sufriendo. Lo van a pagar todavía más de lo que nos están haciendo”.
Milenio
Ahí está ella, la madre de Ayotzinapa sin hijo, en la normal rural donde el joven estudiaba, en el municipio de Tixtla, sentada junto a una fuente seca, alejada de los demás, con la mirada clavada en la nada, al igual que otros que aguardan. Dos de ellos, padre y madre, ponen una tercera silla entre ambos, como si su hijo pronto fuera a llegar. La silla queda vacía toda la mañana. ¿Qué hacen esos padres que apenas hablan y comen, que andan por ahí, taciturnos, errantes, exhaustos emocionalmente, casi difuminándose cuando se sientan a la sombra de árboles o techos?
Esperan que su fe, que su esperanza, se materialice en la súbita aparición de sus hijos. De cuando en cuando voltean hacia las aulas, como si fuera posible que de uno de esos salones fueran a salir sus hijos.
Ahí está ella, como ellos, divagante, la mujer humilde, de origen campesino. Vive en una zona rural de Morelos. Es viuda. Su marido murió hace tres años. Ella ha tratado de hacerse cargo de sus seis hijos. El más pequeño, de 21 años, decidió venir a Ayotzinapa para ser maestro. Para salir de pobre. Aunque la foto del joven aparece por todos lados impresa en mantas, junto a las de los otros 42 desaparecidos, la madre ruega que no lo identifiquemos, que no digamos quién es. Que tampoco señalemos en qué municipio morelense vive. Accede a la entrevista sin citar su nombre ante la cámara y de espalda a ésta. Está segura de que su hijo vive y no quiere que quienes pudieran tenerlo en su poder le hagan algo más.
Es un soliloquio de dolor el suyo. Una catarsis de tres dolores…
Uno. El dolor en sus entrañas: “Estos días me he enfermado. De los nervios. Ayer se me subió la presión. Me dolía todo mi pecho. Ahorita estoy con medicamento. Es para la presión. No puedo ni comer ni dormir. Pienso: “¿Mi hijo dónde estará? ¿Qué estará haciendo?”. No sé. Solo ellos saben cómo los tienen ahí. ¿Cómo lo he pasado estos días? Desesperada, triste, pensando qué es lo que estará haciendo, cómo estará (llora ya, un poquito). No sé. Solamente Dios sabe”.
Dos. Dolor de evocaciones: “A mi hijo siempre le ha gustado salir adelante y se vino aquí porque no tenemos recursos económicos. Esta normal es de campesinos, de gente pobre, por eso vino para acá. A él le gusta hacer muchos ejercicios. Le gusta correr. Cogía un costal con tierra y hacía ejercicios con sus manos. Él trabajaba en el campo con su papá, pero él se murió hace tres años. Yo tenía mucha ilusión de que fuera maestro. Y él también, pero ya viéndolo bien, ahorita cómo está de mal este camino, prefiero que ya no. No quiero dejarlo que esté aquí. Mejor me lo llevo para mi casa. Prefiero que se regrese al campo a trabajar. Allá, aunque solo se eche un taco con sal y chile molcajeteado, ahí estamos juntos y lo estoy mirando. Y aquí, a la buena de Dios, otros me lo agarran y le hacen feo”.
Tres. Dolor de rabia musitada: “Sin que sufra, que lo echen al mundo. Si fueran buena gente ya lo hubieran entregado. Yo no rezo. Oro. Simplemente hablo con Dios. Le digo que me lo cuide. Que Dios les toque sus corazones a los hombres malos. Que no le hagan nada, nada malo, porque ellos también vienen de una madre. Si ellos son así y se portan así, malos, solo Dios sabrá, pero le pido que les toque sus corazones, que no lo maltraten, que no le hagan feo, porque vienen de una madre, no de un animal para que le estén haciendo feo. Sí estoy enojada. No le sé decir groserías, porque gracias a Dios hay un Dios todopoderoso que va a hacer justicia. Si aquí no la hay, Dios sí va a hacer algo. Y ellos también van a sufrir lo que nosotros estamos sufriendo. Lo van a pagar todavía más de lo que nos están haciendo”.
Milenio
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