Edomex.- Cambió las letras y números por el barro, el agua y la arena. A los 11 años dejó las aulas para caminar descalzo más de seis horas, día a día, sobre el lodo.
Setecientos es el número en el que piensa todos los días. Es la cantidad de tabiques que tiene que hacer para ganarse 210 pesos y llevarlos a su humilde hogar en la comunidad chalquense de San Martín Cuautlalpan.
Abraham dice que tiene 16 años, pero desempeña el trabajo de un adulto.
Por ahora estar en una de las ladrilleras de Chalco, donde respira aire contaminado por el combustible que se utiliza para la elaboración de tabiques, es su presente y tal vez su futuro, pues no piensa cambiar de actividad.
“Aprendí a hacer tabiques desde muy niño porque mis padres me traían aquí todos los días, los veía cómo ellos también los hacían y empecé jugando a hacerlos yo también”, cuenta.
La diversión inicial se transformó después en una responsabilidad laboral para Abraham, aun cuando era un infante. El lápiz y los cuadernos ya no le interesaron más.
Las sumas y restas que aprendió en la escuela las utiliza para calcular la mezcla de barro, agua y arena con la que hace los tabiques que son vendidos para la construcción de casa en Chalco y en otros municipios del suroriente del Valle de México.
Constantino utiliza el azadón como el mejor de los expertos. Desde los seis años ha barbechado y sembrado las tierras de su padre Delfino, a quien la cirrosis ya no lo deja trabajar.
El pequeño de 11 años es el que ahora cosecha maíz, haba, frijol, chilacayote, calabaza, nopales y tuna en el poblado de San Pedro Chautzingo, una comunidad del municipio mexiquense de Tepetlaoxtoc, donde el progreso no ha llegado, pues la pobreza se encuentra a cada paso que se da.
El campo es su vida. Constantino no recibe paga alguna por el trabajo que realiza, aunque se pasa la mayor parte del día en esas parcelas.
Su vida depende de lo que la tierra les da. Se comen todo lo que cultivan. Constantino lo sabe y por eso se empeña cada día en trabajar como Delfino le enseñó.
A sus 11 años, prácticamente se ha convertido en el hombre de la casa.
De la escuela al taller es la rutina diaria de Mitzi. A las 13 horas sale de la primaria en donde cursa el quinto grado para sentarse en una silla rígida durante cuatro horas.
Unas tijeras son la extensión de su mano derecha para quitarle los hilos a las prendas que cose el encargado del taller de costura, que se convertirán después en los pantalones para dama que se venderán en las tiendas de Chiconcuac, el municipio textilero más importante del país.
Cincuenta centavos por prenda es lo que le pagan por lo que hace. Si se apura gana hasta 50 pesos en un día.
El dinero que obtiene lo lleva a casa para ayudar con el gasto a su madre que se encarga de cuidar a sus dos hermanos. Su padre no gana mucho en el camión repartidor de gas donde labora.
Alexandra aprendió jugando, pero hoy esa diversión se convirtió en una responsabilidad.
A los cuatro años hizo su primera pieza de pan. Ocho años después ya tiene una larga lista de modelos que ella misma diseña, amasa y vende en un negocio en Totolcingo, en el municipio de Acolman.
Sábados y domingos tiene que hacer cocoles, conchas, cuernos y pan de feria para ganarse entre 100 a 150 pesos. Ese dinero se lo gana con el sudor de su frente, narra.
Setecientos es el número en el que piensa todos los días. Es la cantidad de tabiques que tiene que hacer para ganarse 210 pesos y llevarlos a su humilde hogar en la comunidad chalquense de San Martín Cuautlalpan.
Abraham dice que tiene 16 años, pero desempeña el trabajo de un adulto.
Por ahora estar en una de las ladrilleras de Chalco, donde respira aire contaminado por el combustible que se utiliza para la elaboración de tabiques, es su presente y tal vez su futuro, pues no piensa cambiar de actividad.
“Aprendí a hacer tabiques desde muy niño porque mis padres me traían aquí todos los días, los veía cómo ellos también los hacían y empecé jugando a hacerlos yo también”, cuenta.
La diversión inicial se transformó después en una responsabilidad laboral para Abraham, aun cuando era un infante. El lápiz y los cuadernos ya no le interesaron más.
Las sumas y restas que aprendió en la escuela las utiliza para calcular la mezcla de barro, agua y arena con la que hace los tabiques que son vendidos para la construcción de casa en Chalco y en otros municipios del suroriente del Valle de México.
Constantino utiliza el azadón como el mejor de los expertos. Desde los seis años ha barbechado y sembrado las tierras de su padre Delfino, a quien la cirrosis ya no lo deja trabajar.
El pequeño de 11 años es el que ahora cosecha maíz, haba, frijol, chilacayote, calabaza, nopales y tuna en el poblado de San Pedro Chautzingo, una comunidad del municipio mexiquense de Tepetlaoxtoc, donde el progreso no ha llegado, pues la pobreza se encuentra a cada paso que se da.
El campo es su vida. Constantino no recibe paga alguna por el trabajo que realiza, aunque se pasa la mayor parte del día en esas parcelas.
Su vida depende de lo que la tierra les da. Se comen todo lo que cultivan. Constantino lo sabe y por eso se empeña cada día en trabajar como Delfino le enseñó.
A sus 11 años, prácticamente se ha convertido en el hombre de la casa.
De la escuela al taller es la rutina diaria de Mitzi. A las 13 horas sale de la primaria en donde cursa el quinto grado para sentarse en una silla rígida durante cuatro horas.
Unas tijeras son la extensión de su mano derecha para quitarle los hilos a las prendas que cose el encargado del taller de costura, que se convertirán después en los pantalones para dama que se venderán en las tiendas de Chiconcuac, el municipio textilero más importante del país.
Cincuenta centavos por prenda es lo que le pagan por lo que hace. Si se apura gana hasta 50 pesos en un día.
El dinero que obtiene lo lleva a casa para ayudar con el gasto a su madre que se encarga de cuidar a sus dos hermanos. Su padre no gana mucho en el camión repartidor de gas donde labora.
Alexandra aprendió jugando, pero hoy esa diversión se convirtió en una responsabilidad.
A los cuatro años hizo su primera pieza de pan. Ocho años después ya tiene una larga lista de modelos que ella misma diseña, amasa y vende en un negocio en Totolcingo, en el municipio de Acolman.
Sábados y domingos tiene que hacer cocoles, conchas, cuernos y pan de feria para ganarse entre 100 a 150 pesos. Ese dinero se lo gana con el sudor de su frente, narra.
El Universal
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