martes, 17 de septiembre de 2019

Columna de Opinión

Independencias

Por: Fabrizio Mejía Madrid

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Decimos “quemar las naves” cuando nos referimos a un acto de independencia que deja atrás los amarres con el pasado y se encamina a las playas del libre y, por ello, incierto futuro. En realidad, Hernán Cortés no las incendió, sino que las hundió; hoy incluso un equipo de arqueólogos marinos sigue buscándolas. Pero el acto de rebelión de Cortés contra sus superiores, Diego Velázquez en Cuba, quien sólo le ha dado la tarea de sacar oro de las tierras mexicanas y no de establecerse en ellas, tiene un fundamento que hoy llamaríamos, por lo menos, autónomo. Como desertor de la carrera de leyes y escribano, Cortés funda su propia independencia del intermediario del rey de España con base en Las siete partidas de Alfonso X, El Sabio. Cortés realiza una elección entre sus hombres para legitimar su poder, de acuerdo a lo que establecen unas leyes escritas a mediados del siglo XIII, herederas castellanas del derecho Justiniano. Esa elección es la primera y le permite tener como alcaldes a su amigo Alonso Hernández Portocarrero –el primero en tener como pareja a Malinzin– y a Francisco de Montejo, quien traiciona a Diego Velázquez. Como nuevo oficial de justicia y capitán general, Cortés manda arrestar a sus cuatro opositores que insisten en que no existe una orden real para fundar la Villa Rica de la Veracruz. De esa elección emerge la ruptura con lo hecho durante 27 años por los españoles en el Caribe: servir sólo para extraer mercancías y aniquilar a los taínos.
Leyendo Las siete partidas de Alfonso El Sabio encuentro, por ejemplo, una definición de “patria” que establece como derecho del “pueblo” –“ayuntamiento de gentes y de la forma de la tierra que se allegan”– defenderse de toda deshonra o fuerza “que se quiera hacer contra él”. Leo una idea de soberanía que permite entender por qué Cortés no obedece sólo a la orden de recabar oro para el quinto real, sino que se asienta en lo que hoy es México porque existe un derecho “procomunal”; es decir, del pueblo anteriormente establecido, cuyas costumbres, si no hay razón para ello, deben persistir, protegidas por las leyes. Sólo así se explica por qué Cortés toma al náhuatl como la lengua oficial de este nuevo reino, calca la estructura de tributación y construye las iglesias sobre los templos de las ciudades indígenas. Las siete partidas también explican cómo, si no hay alguien que herede el poder, se debe llamar a elecciones para legitimarlo y cómo debe impartirse la justicia: “Y decimos que todos los jueces deben ayudar a la libertad, que es amiga de la naturaleza, a la que aman no sólo los hombres, sino también los animales. La servidumbre es aborrecida por los hombres y la vive, no sólo el siervo, sino aquel que no es libre de ir del lugar donde mora a otro. Decimos que ninguno debe enriquecerse torticeramente con el daño de otro”.

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