lunes, 1 de septiembre de 2014

El peñanietismo liberal

Por Salvador González Briceño*

*Continuidad del salinismo reformista

Sigue la inercia fondomonetarista y neoliberal (la versión actualizada del liberalismo decimonónico de David Ricardo) en México; el alumno ejemplar mellizo de los Chicago boys de Milton Freedman que compite con el experimento chileno dictatorial, tras al golpe de Estado contra Salvador Allende.
El pretexto del Estado obeso que se impuso como credo en los años 70-80 (del siglo XX) se regó por el mundo. Entraron en vigor —impuestas tras la crisis estatal por la debacle energética del petróleo de 1973 y los trastornos por la deuda externa— las tesis tatcheristas (Gran Bretaña) y reaganeanas (EU).
Pese al cambio de estafeta: PRI/PAN/PRI. Presidencialismo boyante también. La imposición de cambios fundamentales (“reformas estructurales”) por flujo crediticio, obligados por las presiones de la deuda.
En México los primeros acuerdos los suscribió Miguel de la Madrid en 1983 con el FMI. Y los gobernantes posteriores le dieron continuidad. Luego se supo que las presiones salían de Washington. Después de De la Madrid (1982-1988), siguieron Carlos Salinas (1988-1994) y Ernesto Zedillo (1994-2000) —todos del PRI—, vinieron los panistas Vicente Fox (2000-2006, presidente de la farsa) y Felipe Calderón (2006-2012, el sujeto de la “guerra antinarco” bajo los lineamientos de la Casa Blanca, desde tiempos de Richard Nixon). Con el retorno priista llegó el actual Enrique Peña Nieto (2012-2018).
Todos, presidentes garantes de las reformas estructurales, llamadas “modernización del Estado” primero y luego “liberalización económico-financiera”. Liberalismo puro donde el “libre mercado” se merece todo.
Pero nada. La “mano que mece la cuna” vive en Estados Unidos. El libre mercado es un mito. Mejor dicho, una imposición de los más fuertes, oficializada con la participación de todos los actores convertidos en “empleados” del poder: estados/presidentes/gobernantes/legisladores/ejércitos/poder judicial/policías, etcétera. Todos “garantes de una democracia”, al “servicio de los pueblos”. Son los atracos de la “democracia occidental”.
Con el achicamiento del Estado se instrumentó la privatización de las empresas antes en manos del gobierno. El Estado abandonó sus responsabilidades con la sociedad, porque se deslindó de sus compromisos.
Desde entonces, a los presidentes les preocupó sólo la política macroeconómica: la estabilidad financiera y el control del tipo de cambio —para ello se usa la reserva de divisas en dólares desde un Banco de México sometido—; evitar sobresaltos en la inflación mediante el recurso de la contención salarial —los sindicatos al servicio del poder—, todo para que la “inversión extrajera” llegue a suplir los requerimientos internos.
Esa es la “estabilidad macroeconómica”, pero neoliberal. El TLCAN profundizó la dependencia de México a EU y Canadá. Todo violentando la seguridad nacional de México. La política exterior de EU se reserva y preserva su propia política de seguridad interna, empleando los peores mecanismos imaginables.
La venta de empresas paraestatales llevó al beneficio de unos cuantos; a la concentración de la riqueza y al abandono de las condiciones internas de la economía real. Al oleaje de privatización le faltaba la “joya de la corona”: la empresa Petróleos Mexicanos.
La Reforma energética en México se convirtió en el eslabón último de la cadena para amarrar al país con Estados Unidos. Con la participación de intereses privados extranjeros en todas las etapas desde la extracción hasta el procesamiento del energético, queda más que claro a qué intereses sirven dichas reformas. México queda al garete con el ejercicio del peñanietismo liberal.

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