Ricardo Rocha
No señor De María, ustedes no son una familia, son una famiglia. Una mafia, pues. Puro dinero. Puro negocio. Por eso los resultados. Por eso los robos arbitrales. Por eso llevaron a un equipo de segunda a un torneo prestigioso como Copa América, porque allá pagan en pesos chilenos. Por eso alinearon a los titulares en un torneo chafa como la Copa Oro, porque en Estados Unidos se llenan los estadios de paisanos y pagan en dólares. Por eso solaparon hasta que ya no fue posible a un hombre como Miguel El Piojo Herrera, quien se hinchó los bolsillos violando la ley cuando promovió el voto para esa vergüenza llamada Partido Verde el mero día de las elecciones.
A ver: quién le permitió y financió ser el único entrenador nacional del mundo que andaba con ustedes en primera clase y hoteles de lujo por toda Europa dizque visitando jugadores; quién le autorizó a hacer cuantos anuncios y programas le pusieran enfrente en lugar de concentrarse en su trabajo; quién le permitió que llamara “pendejo” a un periodista en una rueda de prensa oficial; quién lo autorizó a cargar a todas partes con su hija incómoda, con las consecuencias que ya conocemos. A Miguel Herrera lo treparon no a un ladrillo, sino a un trono; así que no sólo se mareó, sino se volvió loco. Es más, habrá que reconocerlo, entre todos lo volvimos loco; incluidos los medios que nos poníamos tan contentos cuando San Piojo nos bendecía con una entrevista.
Lo de los días recientes es una historia mal contada que habría que reconstruir: Andrés Guardado dijo que pensó en fallar a propósito uno de los penales fraudulentos, pero Herrera no se lo ordenó; así que vendría después el cínico festejo de esa semifinal vergonzosa contra Panamá; pulularon en las redes los ejemplos de cómo en países civilizados había jugadores que le decían al árbitro que no era penal, que el contrario no los había fauleado, por lo que se revocaba la decisión; por ello creo que lo que Guardado se guardó fue una oportunidad irrepetible de demostrar que no somos tan corruptos como se nos ve en este planeta; así llegamos al partido de la final del torneíto de carcajada, donde nos conformamos con tan poco, que el triunfo sobre Jamaica lo celebramos como si se tratase de un campeonato del mundo.
Por eso El Piojo venía tan sobrado. Otra vez era el salvador de la patria, con derecho a hacer lo que le diera la gana. Por eso el encuentro con Christian Martinoli, su crítico más rudo y certero, fue la crónica de una afrenta anunciada. Ya lo había pendejeado y amenazado. Y con su agresión, se encarnó como el prototipo del mexicano empoderado sin merecerlo: soberbio, patán, traicionero, cobarde, violento y gandalla. Y tan engreído que desperdició la oportunidad de renunciar —rescatando algo de la dignidad perdida— hasta que sus patrones, presionados por la opinión pública, tuvieron que echarlo por la puerta trasera.
Siempre he dicho que el futbol es un asunto de Estado. Cada cuatro años se reaviva o apaga el fuego nuevo si vamos o no al Mundial. El ánimo de la nación depende de ello. Es así, que la increíble y triste historia del Piojo y su hijita cacheteadora, desbordó las secciones deportivas en un capítulo más de la Depresión Nacional.
A ver: quién le permitió y financió ser el único entrenador nacional del mundo que andaba con ustedes en primera clase y hoteles de lujo por toda Europa dizque visitando jugadores; quién le autorizó a hacer cuantos anuncios y programas le pusieran enfrente en lugar de concentrarse en su trabajo; quién le permitió que llamara “pendejo” a un periodista en una rueda de prensa oficial; quién lo autorizó a cargar a todas partes con su hija incómoda, con las consecuencias que ya conocemos. A Miguel Herrera lo treparon no a un ladrillo, sino a un trono; así que no sólo se mareó, sino se volvió loco. Es más, habrá que reconocerlo, entre todos lo volvimos loco; incluidos los medios que nos poníamos tan contentos cuando San Piojo nos bendecía con una entrevista.
Lo de los días recientes es una historia mal contada que habría que reconstruir: Andrés Guardado dijo que pensó en fallar a propósito uno de los penales fraudulentos, pero Herrera no se lo ordenó; así que vendría después el cínico festejo de esa semifinal vergonzosa contra Panamá; pulularon en las redes los ejemplos de cómo en países civilizados había jugadores que le decían al árbitro que no era penal, que el contrario no los había fauleado, por lo que se revocaba la decisión; por ello creo que lo que Guardado se guardó fue una oportunidad irrepetible de demostrar que no somos tan corruptos como se nos ve en este planeta; así llegamos al partido de la final del torneíto de carcajada, donde nos conformamos con tan poco, que el triunfo sobre Jamaica lo celebramos como si se tratase de un campeonato del mundo.
Por eso El Piojo venía tan sobrado. Otra vez era el salvador de la patria, con derecho a hacer lo que le diera la gana. Por eso el encuentro con Christian Martinoli, su crítico más rudo y certero, fue la crónica de una afrenta anunciada. Ya lo había pendejeado y amenazado. Y con su agresión, se encarnó como el prototipo del mexicano empoderado sin merecerlo: soberbio, patán, traicionero, cobarde, violento y gandalla. Y tan engreído que desperdició la oportunidad de renunciar —rescatando algo de la dignidad perdida— hasta que sus patrones, presionados por la opinión pública, tuvieron que echarlo por la puerta trasera.
Siempre he dicho que el futbol es un asunto de Estado. Cada cuatro años se reaviva o apaga el fuego nuevo si vamos o no al Mundial. El ánimo de la nación depende de ello. Es así, que la increíble y triste historia del Piojo y su hijita cacheteadora, desbordó las secciones deportivas en un capítulo más de la Depresión Nacional.
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