Por Érika Flores
México, D.F.- En un modesto cuarto de lámina de la colonia Los Ángeles Tetelpan, José Luis Moreno Salinas tiene lo básico para vivir: cama, teléfono, televisión, una pequeña mesa y un tubo para colgar su ropa. Hay algunos trajes, los que usa como presidente de una asociación civil para rehabilitar a jóvenes adictos que lleva su nombre. Pero también están las botas con casquillo que usa en su vida cotidiana, un hábito que le dejó el pasado, cuando su nombre de batalla era El Hacha, líder de la temible banda ochentera Los Panchitos.
Un hombre cincuentón, moreno, robusto, de estatura mediana, que fue culpado de homicidio, violación y robo con violencia. Treinta y cinco años de una historia que empiezan así: Se llama José Luis y no Francisco. La banda eligió su nombre por casualidad, pues tres de sus primeros integrantes eran primos y se llamaban así. A cada encuentro el saludo era “¿Qué onda, Pancho?, ¿Qué onda, Pancho?, ¿Qué onda, Pancho?”, y los primos solían responder a José Luis: “¡Qué onda, Pancho!”, con lo que el nombre propio se transformó en apodo. En pleno 1978 y como fanáticos del grupo inglés Sex Pistols, ellos se denominaron Sex Panchitos.
“¡La verdad este grupo se formó para andar en el relajo, robando tiendas, cerveza, camiones de refresco! No en la delincuencia organizada como hoy día. Robos tranquilos para andar en las tocadas de rock. Éramos chavos rebeldes, relajientos. Al principio fuimos setenta y nos reuníamos a diario al salir de la escuela o trabajo”, aclara. Su apodo nace en la escuela primaria de una academia militarizada en Tacuba. El corte de cabello obligatorio era flap top, como de tapa; por eso un amigo le decía que tenía cabeza de hacha.
Contrario a lo que podría pensarse, José Luis creció como hijo adoptivo en una familia acomodada de la delegación Miguel Hidalgo. Según recuerda, sus padres lo reprimían y encerraban en casa, porque en la calle “todos eran vagos” y la comida “era sucia”; sus vacaciones de verano regularmente eran canjeadas por cursos de regularización. La falta de comunicación, de comprensión y de protección familiar, dice, lo dejaron sin aire en plena adolescencia; por eso, como alumno de la Vocacional 2, destacó por su activismo. “Se puede decir que dirigí a los porros en mi tiempo”, presume.
La banda de Los Panchitos no se formó en Santa Fe, sino en la colonia 16 de Septiembre, en la Miguel Hidalgo, frente al Hospital Inglés y el Colegio Americano. “Muchos nos buscaban porque venían de hogares disfuncionales y aquí encontraban entendimiento, unificación, cariño”. ¿Cariño? Entonces corrige: la palabra sería complicidad para hacer y deshacer, vivir en rebeldía y estar contra todo, porque la banda era anarquista. “Estábamos contra la represión policiaca, la falta de oportunidades para educación y trabajo, y la carencia de un núcleo familiar”, arguye.
Los Panchitos aglutinaron hasta 500 integrantes, muchos de ellos mexiquenses, cuya vestimenta punk se caracterizó por lo que llamaron pantalones de cuero pobre (mezclilla cubierta con grasa de coche), chalecos imitación piel, playeras sin manga o con manchas de leopardo, tenis (Converse, Superfaro) o botas con casquillo, como las que hasta la fecha usa él. Bastaba una orden suya para obedecer durante las peleas territoriales contra los Buk (Banda Unida Kiss), su banda rival así bautizada en honor al maquillado grupo de rock. “¡Al que corra le pongo en la madre!”, advertía, y todos caminaban parejitos detrás suyo.
Fieles a los Sex Pistols, la mayoría de ellos imitó a John Lydon, Steve Jones y Sid Vicious, los músicos que usaban al cuello una cadena con candado; también cortaron su cabello al estilo punk y lo pintaron de colores. El punto de reunión era la barranca ubicada en la Calle Henequén y El Chico en la delegación Álvaro Obregón; el entonces terreno baldío era inmenso y de noche las voluminosas grabadoras tocaban audiocintas de rock británico, lo que originó la idea de crear el “Woodstock de Los Panchos”, una gran tocada de rock en vivo que hasta la fecha se celebra anualmente.
José Luis está sentado en el mismo lugar donde hoy se ubica la colonia Palmas. Aquí, en los años ochenta, las peleas contra otras bandas eran con armas simples como puntas, varillas, chacos, navajas, cadenas, botellas rotas, cinturones de asiento de coche y en casos extremos, bombas molotov. Su código de honor era sencillo: sí golpear, no matar, no violar. El Hacha afirma que todos respetaron las reglas excepto El Mandíbulas, preso hoy en Santa Martha Acatitla por el robo y homicidio de un joven abogado a quien dio un piquete en el corazón. “Por eso no metimos las manos por él”, dice.
Sus adicciones eran pastillas, jarabes, cemento y mariguana, pero lo suyo, lo suyo, fue el alcohol. Por eso eligió dedicarse a la protección de negocios, porque le pagaban con botellas.
—Eso es cobro de derecho de piso —le digo.
“Yo los protegía para que otras bandas no las asaltaran... Dinero no pedíamos, porque era delito de extorsión, ¡no éramos tontos!”.
A principios de los ochenta la popularidad de la banda era nota diaria de la prensa escrita. En general, la ciudad comenzó a temer a Los Panchitos, cuya fama principal era ser ladrones de negocios, violadores de jóvenes y homicidas. La policía local, a cargo entonces de Arturo El Negro Durazo, se abocó a la detención de El Hacha, quien hoy afirma que fue “perseguido político” por negarse a trabajar para el PRI, que en ese entonces le ofreció presidir el grupo Juventud Revolucionaria a cambio de aglutinar ahí la totalidad de las bandas de jóvenes y convertirlas en capital político del partido. “¿Cómo me iba a vender, si yo era anarquista? Y como les dije que no, por eso me inventaron delitos, para hacerme a un lado”.
Los antebrazos de José Luis están llenos de cicatrices lineales. ¿Cuántas? Difícil saberlo, ni él las ha contado. La más evidente es aquella donde le reconstruyeron el tendón. ¿El rostro? Ese sí, inmaculado y sin más surco que arrugas por la edad. “De chavo jugué futbol americano, hice box tai, y con la pelea callejera aprendí más. Tengo el orgullo de decir que nadie me llegó a ganar, no pasaba de uno que otro golpe o descalabrada. ¡Pero la cara, nada! La única vez que me rompieron mi madre fue cuando me agarró la Judicial”.
El recién inaugurado Reclusorio Oriente le abrió las puertas cuando apenas alcanzaba los 20 años de edad. “¡Padrino! Ya sabes que contigo no hay bronca, aquí ya sabes, ¡lo que quieras, nada más no vayas a organizarme un motín!”, le pidieron los directivos cuando llegó. Sus primeros meses de encierro, recuerda, fueron determinantes para decidir cambiar la imagen negativa de Los Panchitos e imprimirle un sentido social; desde su celda, “la más chingona del penal”, redactó el proyecto para desarrollar un centro de rehabilitación de adictos.
Lo que son las cosas. Poco después Durazo también fue apresado y enviado al Reclusorio Oriente, donde se encontró con José Luis. “¿Por qué chingados nunca me fuiste a ver a mi oficina, si conoces a un buen de amigos míos? ¡Hasta te hubiera apadrinado!”, le dijo. Apoyado por El Negro se convirtió en coordinador cultural del reclusorio, donde, asegura, puso en práctica la educación para adultos así como las clases de música y arte para los reos. Luego salió absuelto de sus delitos, pues asegura que nunca se le comprobó nada.
Durante su ausencia de casi cuatro años, Los Panchitos se disgregaron, otros se escondieron y los demás quizá se regeneraron. La realidad fue que sin líder, la banda se terminó. Poco después la delegación Álvaro Obregón entregó a José Luis el espacio físico para su anhelado centro social y, de paso, el PRI lo buscó de nuevo para apoyar actos de campaña de su candidato presidencial, Carlos Salinas de Gortari. Aunque sí trabajó con el partido de manera externa, El Hacha repite que se decepcionó del sistema, por lo que decidió dejar su centro social en manos de algunos panchitos para irse a trabajar a Estados Unidos, donde permaneció hasta 2003.
DE PANCHITO A ASESOR
José Luis estudió hasta el cuarto semestre de la carrera de Derecho. Pero esa no fue la razón por la cual el subprocurador de Averiguaciones Previas del DF, Renato Sales Heredia, lo contrató como asesor en 2004, en el gobierno de Andrés Manuel López Obrador; su interés principal fue usar las conexiones que él tenía en las calles para hacer investigación de campo. “Muchas veces la policía no sabe hacer su trabajo a pesar de los diplomas o estudios que tengan, y yo era de más utilidad en la calle”, reconoce El Hacha.
Su personalidad ligera, observadora y alivianada, más su lenguaje popular, le sirvieron como investigador pues, narra, por caerle bien a la gente recibía información clave de casos importantes. Por ejemplo, un vigilante reacio a ofrecer datos en el caso de La Mataviejitas (2006) le dio santo y seña sobre Juana Barraza, la homicida serial. Otro contacto suyo le aportó detalles del lugar donde se escondía Octavio Flores Millán, ex delegado de Gustavo A. Madero, acusado de fraude por 31.2 millones de pesos. Los roces con los policías judiciales eran entonces frecuentes.
“Les voy a enseñar cómo se hace”, decía José Luis a los investigadores. “¡Es que tú piensas como delincuente!”, le respondían ellos. “¡Por eso uno piensa más chingón que todos ustedes!”, reviraba El Hacha.
Su carrera de investigador terminó en 2007 con el cambio de gobierno. Los siguientes tres años, José Luis se convirtió en asesor de un diputado en la Asamblea Legislativa. Desde 2010 colabora con Manuel Espino en su movimiento nacional Volver a Empezar; pero también apoya al luchador Vampiro Canadiense y su grupo Ángeles Guardianes en proyectos sociales enfocados a los jóvenes.
En 1972 los padres de José Luis vieron en su hijo un promisorio abogado militar. Diez años antes, su madre temía que amaneciera muerto o que fuera recluido de por vida en la cárcel. Hoy José Luis niega tajantemente que su organización civil pueda convertirse en capital político de cualquier partido. “No estoy afiliado a nadie, no soy mercenario ni oportunista. No vengo por dinero ni por un puesto político, porque solo quiero ayudar a la gente con los contactos que tengo. Prefiero mil veces ayudar y no que la gente me diga: '¡Qué culeeey!'”.
Un hombre cincuentón, moreno, robusto, de estatura mediana, que fue culpado de homicidio, violación y robo con violencia. Treinta y cinco años de una historia que empiezan así: Se llama José Luis y no Francisco. La banda eligió su nombre por casualidad, pues tres de sus primeros integrantes eran primos y se llamaban así. A cada encuentro el saludo era “¿Qué onda, Pancho?, ¿Qué onda, Pancho?, ¿Qué onda, Pancho?”, y los primos solían responder a José Luis: “¡Qué onda, Pancho!”, con lo que el nombre propio se transformó en apodo. En pleno 1978 y como fanáticos del grupo inglés Sex Pistols, ellos se denominaron Sex Panchitos.
“¡La verdad este grupo se formó para andar en el relajo, robando tiendas, cerveza, camiones de refresco! No en la delincuencia organizada como hoy día. Robos tranquilos para andar en las tocadas de rock. Éramos chavos rebeldes, relajientos. Al principio fuimos setenta y nos reuníamos a diario al salir de la escuela o trabajo”, aclara. Su apodo nace en la escuela primaria de una academia militarizada en Tacuba. El corte de cabello obligatorio era flap top, como de tapa; por eso un amigo le decía que tenía cabeza de hacha.
Contrario a lo que podría pensarse, José Luis creció como hijo adoptivo en una familia acomodada de la delegación Miguel Hidalgo. Según recuerda, sus padres lo reprimían y encerraban en casa, porque en la calle “todos eran vagos” y la comida “era sucia”; sus vacaciones de verano regularmente eran canjeadas por cursos de regularización. La falta de comunicación, de comprensión y de protección familiar, dice, lo dejaron sin aire en plena adolescencia; por eso, como alumno de la Vocacional 2, destacó por su activismo. “Se puede decir que dirigí a los porros en mi tiempo”, presume.
La banda de Los Panchitos no se formó en Santa Fe, sino en la colonia 16 de Septiembre, en la Miguel Hidalgo, frente al Hospital Inglés y el Colegio Americano. “Muchos nos buscaban porque venían de hogares disfuncionales y aquí encontraban entendimiento, unificación, cariño”. ¿Cariño? Entonces corrige: la palabra sería complicidad para hacer y deshacer, vivir en rebeldía y estar contra todo, porque la banda era anarquista. “Estábamos contra la represión policiaca, la falta de oportunidades para educación y trabajo, y la carencia de un núcleo familiar”, arguye.
Los Panchitos aglutinaron hasta 500 integrantes, muchos de ellos mexiquenses, cuya vestimenta punk se caracterizó por lo que llamaron pantalones de cuero pobre (mezclilla cubierta con grasa de coche), chalecos imitación piel, playeras sin manga o con manchas de leopardo, tenis (Converse, Superfaro) o botas con casquillo, como las que hasta la fecha usa él. Bastaba una orden suya para obedecer durante las peleas territoriales contra los Buk (Banda Unida Kiss), su banda rival así bautizada en honor al maquillado grupo de rock. “¡Al que corra le pongo en la madre!”, advertía, y todos caminaban parejitos detrás suyo.
Fieles a los Sex Pistols, la mayoría de ellos imitó a John Lydon, Steve Jones y Sid Vicious, los músicos que usaban al cuello una cadena con candado; también cortaron su cabello al estilo punk y lo pintaron de colores. El punto de reunión era la barranca ubicada en la Calle Henequén y El Chico en la delegación Álvaro Obregón; el entonces terreno baldío era inmenso y de noche las voluminosas grabadoras tocaban audiocintas de rock británico, lo que originó la idea de crear el “Woodstock de Los Panchos”, una gran tocada de rock en vivo que hasta la fecha se celebra anualmente.
José Luis está sentado en el mismo lugar donde hoy se ubica la colonia Palmas. Aquí, en los años ochenta, las peleas contra otras bandas eran con armas simples como puntas, varillas, chacos, navajas, cadenas, botellas rotas, cinturones de asiento de coche y en casos extremos, bombas molotov. Su código de honor era sencillo: sí golpear, no matar, no violar. El Hacha afirma que todos respetaron las reglas excepto El Mandíbulas, preso hoy en Santa Martha Acatitla por el robo y homicidio de un joven abogado a quien dio un piquete en el corazón. “Por eso no metimos las manos por él”, dice.
Sus adicciones eran pastillas, jarabes, cemento y mariguana, pero lo suyo, lo suyo, fue el alcohol. Por eso eligió dedicarse a la protección de negocios, porque le pagaban con botellas.
—Eso es cobro de derecho de piso —le digo.
“Yo los protegía para que otras bandas no las asaltaran... Dinero no pedíamos, porque era delito de extorsión, ¡no éramos tontos!”.
A principios de los ochenta la popularidad de la banda era nota diaria de la prensa escrita. En general, la ciudad comenzó a temer a Los Panchitos, cuya fama principal era ser ladrones de negocios, violadores de jóvenes y homicidas. La policía local, a cargo entonces de Arturo El Negro Durazo, se abocó a la detención de El Hacha, quien hoy afirma que fue “perseguido político” por negarse a trabajar para el PRI, que en ese entonces le ofreció presidir el grupo Juventud Revolucionaria a cambio de aglutinar ahí la totalidad de las bandas de jóvenes y convertirlas en capital político del partido. “¿Cómo me iba a vender, si yo era anarquista? Y como les dije que no, por eso me inventaron delitos, para hacerme a un lado”.
Los antebrazos de José Luis están llenos de cicatrices lineales. ¿Cuántas? Difícil saberlo, ni él las ha contado. La más evidente es aquella donde le reconstruyeron el tendón. ¿El rostro? Ese sí, inmaculado y sin más surco que arrugas por la edad. “De chavo jugué futbol americano, hice box tai, y con la pelea callejera aprendí más. Tengo el orgullo de decir que nadie me llegó a ganar, no pasaba de uno que otro golpe o descalabrada. ¡Pero la cara, nada! La única vez que me rompieron mi madre fue cuando me agarró la Judicial”.
El recién inaugurado Reclusorio Oriente le abrió las puertas cuando apenas alcanzaba los 20 años de edad. “¡Padrino! Ya sabes que contigo no hay bronca, aquí ya sabes, ¡lo que quieras, nada más no vayas a organizarme un motín!”, le pidieron los directivos cuando llegó. Sus primeros meses de encierro, recuerda, fueron determinantes para decidir cambiar la imagen negativa de Los Panchitos e imprimirle un sentido social; desde su celda, “la más chingona del penal”, redactó el proyecto para desarrollar un centro de rehabilitación de adictos.
Lo que son las cosas. Poco después Durazo también fue apresado y enviado al Reclusorio Oriente, donde se encontró con José Luis. “¿Por qué chingados nunca me fuiste a ver a mi oficina, si conoces a un buen de amigos míos? ¡Hasta te hubiera apadrinado!”, le dijo. Apoyado por El Negro se convirtió en coordinador cultural del reclusorio, donde, asegura, puso en práctica la educación para adultos así como las clases de música y arte para los reos. Luego salió absuelto de sus delitos, pues asegura que nunca se le comprobó nada.
Durante su ausencia de casi cuatro años, Los Panchitos se disgregaron, otros se escondieron y los demás quizá se regeneraron. La realidad fue que sin líder, la banda se terminó. Poco después la delegación Álvaro Obregón entregó a José Luis el espacio físico para su anhelado centro social y, de paso, el PRI lo buscó de nuevo para apoyar actos de campaña de su candidato presidencial, Carlos Salinas de Gortari. Aunque sí trabajó con el partido de manera externa, El Hacha repite que se decepcionó del sistema, por lo que decidió dejar su centro social en manos de algunos panchitos para irse a trabajar a Estados Unidos, donde permaneció hasta 2003.
DE PANCHITO A ASESOR
José Luis estudió hasta el cuarto semestre de la carrera de Derecho. Pero esa no fue la razón por la cual el subprocurador de Averiguaciones Previas del DF, Renato Sales Heredia, lo contrató como asesor en 2004, en el gobierno de Andrés Manuel López Obrador; su interés principal fue usar las conexiones que él tenía en las calles para hacer investigación de campo. “Muchas veces la policía no sabe hacer su trabajo a pesar de los diplomas o estudios que tengan, y yo era de más utilidad en la calle”, reconoce El Hacha.
Su personalidad ligera, observadora y alivianada, más su lenguaje popular, le sirvieron como investigador pues, narra, por caerle bien a la gente recibía información clave de casos importantes. Por ejemplo, un vigilante reacio a ofrecer datos en el caso de La Mataviejitas (2006) le dio santo y seña sobre Juana Barraza, la homicida serial. Otro contacto suyo le aportó detalles del lugar donde se escondía Octavio Flores Millán, ex delegado de Gustavo A. Madero, acusado de fraude por 31.2 millones de pesos. Los roces con los policías judiciales eran entonces frecuentes.
“Les voy a enseñar cómo se hace”, decía José Luis a los investigadores. “¡Es que tú piensas como delincuente!”, le respondían ellos. “¡Por eso uno piensa más chingón que todos ustedes!”, reviraba El Hacha.
Su carrera de investigador terminó en 2007 con el cambio de gobierno. Los siguientes tres años, José Luis se convirtió en asesor de un diputado en la Asamblea Legislativa. Desde 2010 colabora con Manuel Espino en su movimiento nacional Volver a Empezar; pero también apoya al luchador Vampiro Canadiense y su grupo Ángeles Guardianes en proyectos sociales enfocados a los jóvenes.
En 1972 los padres de José Luis vieron en su hijo un promisorio abogado militar. Diez años antes, su madre temía que amaneciera muerto o que fuera recluido de por vida en la cárcel. Hoy José Luis niega tajantemente que su organización civil pueda convertirse en capital político de cualquier partido. “No estoy afiliado a nadie, no soy mercenario ni oportunista. No vengo por dinero ni por un puesto político, porque solo quiero ayudar a la gente con los contactos que tengo. Prefiero mil veces ayudar y no que la gente me diga: '¡Qué culeeey!'”.
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